cuaderno de lecturas: jorge luis borges, "el aleph"
Tomo notas de las cosas que leo, pero nunca logro transformarlas en ensayos. La verdad es que una vez que me digo “escribiré un ensayo”, me tranco. Algunas tendencias del género, de la forma, me causan ansiedad. Otras me incomodan. Puedo decir cuáles luego, en un ensayo. Mientras tanto, pensé que quizás podía juntar las notas acumuladas, decir que los textos son como legos y que enchufar uno y otro siempre termina por armar algo. Esas construcciones a veces no pueden con su peso y se desploman, pero otras veces se hacen muro y con cuatro de esos tienes una casa. O, por lo menos, un cuarto en el que sentarte a algún día a escribir un ensayo, o un cuarto que puedes usar de almacén.
Leer El aleph de Jorge Luis Borges un 19 de septiembre del 2019
Llevo leyendo “El Aleph” la última semana de septiembre por los pasados tres o cuatro años. Siempre uso la misma copia impresa y ya van dos veces en que anoto, en una esquina, que ese mismo día rastrillé las hojas por primera vez en el otoño.
La lectura es parte de un curso introductorio que me gusta mucho, y esta tarde cuando me senté a leerla me di cuenta que Beatriz Elena Viterbo murió hace casi ya noventa años. Murió, cuando mi abuela, ya muerta desde hace siete u ocho años, debía tener a duras penas nueve. Beatriz murió un 30 de abril del 1929 y básicamente “El aleph” nos relata cómo a partir de entonces todos los abriles se apareció por su casa un tipo que alguna vez le tiró la labia.
Era un tipejo de quien no se podría decir mucho, y eso es lo que hace que dé tanta gracia ¿o pena? al lector. Pertenecía a esa estirpe de ala rota que regala con trampa. Que da libros y le corta páginas, como para ver si realmente son leídos. En cada aniversario, el tipo llegaba a eso de las siete y cuarto y se quedaba casi media hora. Como en la tercera de esas visitas, allá para el 1933, un aguacero lo detuvo y el papá de la difunta, un italiano viejo y cansado, y un primo hermano, lo invitaron a quedarse a la cena. De ahí en adelante, todos los años se apareció como a la hora de la comida.
Leyéndolo esta vez, a noventa de Beatriz, no pude dejar de fijarme en su padre, quien desaparecerá de repente de la narración y anoté, en la esquina de la página tres: ¿de qué habla un padre en el aniversario de la muerte de su hija? Y ahora añado: ¿Será que alguna vez el Sr. Viterbo le preguntó al tipejo sobre su relación con la difunta? Y ¿si sí lo hizo, será que pudo creerle lo que fuera que dijo? ¿Será que lo escuchó? ¿O será que cada año que llegaba el tipejo a visitar, el padre no podía sino dudar de que alguna vez hubiera conocido a su propia hija? O sea, se muere tu hija y un personaje menor aparece, año atrás año, con una solemnidad que ni tú: ¿cómo es que, en vida, nunca pudiste sospechar una relación tan intensa?
Eventualmente dio un 30 de abril y el Sr. Viterbo le dijo a su sobrino que no podía más. Que se encargara él de las visitas del tipejo, que ya era hora de comenzar a olvidar a su hija. Me pregunto qué hizo la primera vez que se ausentó. ¿Será que se detuvo, por un segundo, en la puerta, a ver si el tipejo preguntaba por él? ¿Será que, de vez en cuando, abría se asomaba un ratito a ver si, entre el primo y el extraño, decían algo que pudiera ayudarle a sondear esas lagunas inabarcables que insistían en abrirse entre el recuerdo de aquella niña de dedos largos y la mujer que llegó a ser?
Puedo imaginar que en sus últimos años, el Sr. Viterbo intentaría ignorar la conversación del primo y el tipejo, quienes se ponían dizque a hablar de literatura. Qué carajos le importa eso a un viejo al que insisten en recordarle que su hija está muerta muertísima, tan muerta como la mujer que le dio a luz, tan muerta como la hermana del Sr. Viterbo y su cuñado, con quienes alguna vez compartió aquella casona de la Calle Garay, cada vez más llena de fantasmas.
El Sr. Viterbo murió, obviamente. Murió y, justo antes, quizás se preguntó qué personaje menor de su vida se aparecería por aquella casona a buscar entrar en contacto con lo que quedara de él. No imaginaría que sería imposible. No imaginaría en sus últimos momentos que para noviembre del 1941 ya la casa habría sido derrumbada y que para el año siguiente aquella confitería que tanto le había gustado, la de Zunino y Zungri, se habría ampliado hasta ocupar el local. Y hasta ahí los Viterbos.
O hasta aquí—desde aquí—, supongo.
Qué extraño debe ser, pero qué mucho sentido hace, que quien mejor nos recuerda es, tal vez, quien menos nos conoció.