Una versión de este cuento apareció en Cuadernos americanos.
Cómo conoció a Rita
Francisco conoció a Rita en un concierto del viejo perro canadiense. Recién se había mudado a Atlanta, Georgia y los pocos ahorros que tenía los gastó en el boleto más barato para el evento. Llegó demasiado temprano y, por alguna razón, lo dejaron entrar al aula. Un ujier, al verlo solo, lo movió a una de las dos butacas que no se habían vendido en las filas exclusivas frente a la tarima. Treinta minutos después, la septuagenaria ocupó el puesto al lado de él, también dirigida por el mismo ujier. Al ver a Francisco tan joven—tenía veintitrés y cara de huérfano—, le dijo algo. Pudo haber sido un simple ´hola´, pero lo más probable es que el comentario hubiera estado relacionado a la alegría que sentía de estar viendo al cantautor una vez más, confiada de que, debido a su avanzada edad, se le permitía llevar la emoción a flor de piel. Él estaba solo y no había hablado con nadie desde esa mañana en la que llamó a su mejor amigo, en Puerto Rico, para comentarle que iría al evento.
Rita y Francisco hablaron hasta que comenzó el concierto, y, luego, entre las canciones. Aun mucho después de que concluyera, lo continuaron haciendo hasta que ella tomó prestado el teléfono celular de Francisco para llamar a su esposo y pedirle que la viniera a buscar. Cuando llegó el hombre, ella le ofreció a Francisco llevarlo a la casa y durante todo el camino siguieron su conversación, aunque un poco atenuada por la presencia del tercero. Al anciano no le pareció raro que su mujer de toda la vida hubiera decidido sentarse en el asiento trasero de la miniván, junto al inesperado huésped. Tampoco le pareció fuera de lo normal que las dos manos de la mujer agarraran las del muchachito con un recelo que no le había visto en mucho tiempo.
Si el viejo esposo le hubiera preguntado, ella le habría confesado que aquel entrelazamiento de manos era muchísimo más profundo que el afecto que siente una abuela sin nietos por la juventud en general; que tenía más que ver con un tipo de pasión y de energía que no había sentido desde mucho antes de haberlo conocido, cuando los tiempos corrían en otra dirección y, como dicen pocas abuelas cagüeñas, ella se permitía ser vaguada. A diferencia de Rita, Francisco no entendería lo que acababa de experimentar hasta estar en el colchón en el suelo en el que dormía y, poco a poco, comenzar a descender del viaje que había sido aquella noche de octubre veinte.
Tras bajarse del automóvil en el estacionamiento poco iluminado del complejo de apartamentos donde él residía, le dio las gracias a la pareja y lo siguió hacia la entrada de su edificio. Antes de desaparecer por completo de la vista de Rita, la mujer lo llamó, y él se dio la vuelta y se acercó al vidrio del pasajero de al frente. Ya ella había regresado a su posición a la derecha de su marido. Él pensó que se le había olvidado algo, pero tan pronto se acercó, la mujer le preguntó, así, de la nada, si le podía dar un beso. Él se rió. El esposo meneó su cabeza, pensando que su esposa comenzaba a actuar de manera senil. Francisco sonrió y ofreció su cachete a la anciana. La mujer puso una mano suave sobre el cachete, le volteó la cara, y lo besó en los labios. Francisco dio un paso hacia atrás, sorprendido. Ella le agradeció, como si no fuera nada. El esposo se despidió con un leve gesto militar y así aceleraron carretera abajo, dejándolo a él allí, con las manos vacías, muy seguro de que no volvería a ver a la señora.
Casi cuatro años después, Francisco fue a otro concierto del viejo perro canadiense con la insólita esperanza de que su amiga, la dulce Rita, la vieja Rita, se le sentara al lado. Sin embargo, ya para entonces llevaría muerta quince meses.
El cuento de Rita
Rita le habló de su vida. Quizás no comenzó así. Quizás la conversación comenzó con el intercambio de nimiedades, de sus respectivas pasiones por la canción del artista. Eso no sería tan raro. Sin embargo, en algún momento de la conversación, quizás la suavidad de la voz del Francisco, quizás algo en sus ojos grandes, o quizás tras un leve y accidental tocar de rodillas, ella decidió contarle cómo, hacía muchos años, cuando tenía dieciséis, en alguna montaña de la Georgia rural, allá, muy arriba, muy separado del mundo de las ciudades, de las tecnologías, en un pueblo, ella fue la protagonista de un recital de baile. –No—, se corrigió; quizás decir la protagonista le restara a la ocasión. Ella, Rita, fue el evento. La mujer hablaba sin timidez alguna, con certeza de ceiba. Contó cómo el pequeño auditorio que también fungía de iglesia se llenó con cuatrocientas almas, un setenta y cinco por ciento de la población de Old Hitchigee Creek, y la verdad era que todos estuvieron allí para ver a Rita Mae Clayton bailar.
Y Rita Mae Clayton bailó. Bailó como nadie allí pensó posible. Fue un baile extraño: le vino mirando recortes de revistas viejas y leyendo los pocos periódicos que contaban con noticias de espectáculos. Aun a sus setenta y tardes, la anciana Rita podía hacer que su cuerpo recordara aquellos movimientos. Fue un baile errático. Así se lo describió su maestro de historia, que también era su maestro de artes escénicas. No obstante, en sus movimientos—y en esto todos los habitantes del pueblo estuvieron de acuerdo—, ocurrió algo que los conmovió a todos; algo que llevó a todas las mujeres casadas a desperdigarse en un llanto como mudo, que hizo a todos los niños recién nacidos permanecer en silencio; algo que hizo que el pastor del pueblo, un viejo metodista que alguna vez fue católico, se persignara y decidiera regresar a la fe de sus padres y que éste sólo pudo describir, tras tomar el podio cuando Rita Mae abandonó el escenario, como la presencia de dios entre ellos allí.
Minutos después de su presentación, Rita Mae salió por la puerta trasera de la iglesia, en el vestido blanco repleto de estrellas púrpuras que su madre le había tejido. Sabía que en la antesala le esperaba una fiesta atestada de familiares, de muchachos que querían casarse con ella, de niñas más jóvenes que la admiraban. Pero quiso irse a solas a su casa y, al llegar, se sentó en la mecedora de madera que estaba en el balcón. Allí, descubrió que aun temblaba; sus manos y sus piernas y ella toda.
—Soy especial—, se dijo. No lo hizo como lo dicen la mayoría de las personas. No con orgullo ni egoísmo, sino que lo dijo como quien dice que el cielo es azul, que el sol está lejos, que existe una cosa llamada osmosis. Lo dijo sin querer decirlo. Lo dijo porque fue lo único que sus cuerdas vocales le permitieron decir. Lo dijo y supo que abandonaría el pueblo. Lo abandonaría y se iría a estudiar a la universidad, a pesar de que realmente no quería estudiar. Lo abandonaría y no sólo vería el mundo, sino que lo haría. Eso también sonó extraño cuando lo pensó y aun cuando se lo repitió a Francisco, justo en el intermedio del concierto del perro canadiense, entre el himno y la torre de canción.
El año siguiente el pueblo organizó una fiesta de despedida y el pastor, su esposa, y sus dos hijos se montaron en el carro oficial de la iglesia y llevaron a Rita Mae a Atlanta. La bendicieron antes de irse, le dieron unas cartas que le había escrito su madre, y prometieron verse para las navidades. Rita Mae pasó una semana en la universidad y, sin decirle a nadie, tomó un bus que la llevó a Nashville, y otro que la llevó a Washington, D.C, y otro a Nueva York, y, luego, se dirigió a Los Ángeles y a San Francisco, y allí se detuvo un momento, miró a su alrededor, y cuando iba a decidir abordar otro bus más, esta sin ningún destino fijo, vio a Suzanne Moskowitz, quien esperaba que la lluvia escampara debajo del umbral de una tienda de tatuajes que quedaba al otro lado de la parada de autobuses. Llevaba un viejo impermeable azul y una melena color azabache.
Hablando con Francisco, después de que el perro canadiense cantó la última, a Rita se le hizo dificil precisar exactamente cómo habrán sido sus primeras interacciones con Suzanne, pero la verdad era que lo importante, dijo ella, fue la duración del contacto, aquél largo primer momento en el que algo se intercambió entre ellas, algo duro y frágil a la vez; algo que estiraron, primero, en una cafetería, y, luego, por días, semanas, meses alrededor de la ciudad. Ese algo se transformó para Rita Mae llamó “la experiencia de crecer”, o quizás “la intensidad de crecer”. Llámesele como sea, le dijo a Francisco—aun sin vergüenza alguna ante el lenguaje utilizado—lo que cabe notar es que ella creció y alrededor de ella creció el mundo. Francisco fue incapaz de recordar, años después, si Rita le dijo o no que el mundo creció demasiado; si insistió o no que creció tan y tan rápido que la dejó al final de la fila; que la dejó atrás y sin forma de regresar. Pero, antes de que se percatara de ello, Rita conoció a todo tipo de gente, todo tipo de lugares. En un fin de semana conoció más gente de la que había en su pueblo, de la que había habido en su pueblo por las pasadas tres, cuatro generaciones.
Suzanne Moskowitz era pintora. Rita Mae meneaba la cabeza cuando su nueva amiga, estrella y heroína, se despachaba a sí misma como “pintora de brocha gorda”. Rita Mae le decía que ella no era tal cosa, sino que era artista, una caja repleta de la cosa de fantasías.
En la San Francisco bohemia de entonces y en sus constantes fiestas, exposiciones y tardes en la que le modelaba a su amiga, Rita Mae descubrió que tenía un acento sureño. A la vez, descubrió cómo librarse de él y supo que era imperativo hacerlo, y así, una cosa tras otra, fue deshaciéndose de lo mucho que alguna vez la ató a su pueblo. Y lo hizo increíblemente. Dos meses después del encuentro fortuito, de Rita Mae sólo quedaban los ojos, la exuberante cabellera rubia y la suavidad de los cachetitos dentro de los cuáles aprendió a esconder esa otra ella a la que regresaría eventualmente. No sintió ninguna pena por este cambio. Cada cambio le venía como el mudar de pieles. Todo esto estaba previsto, le gustaba decir, dejando relucir algo de su calvinismo. Todo esto, de algún modo, lo había visto en aquél recital de traje blanco y estrellas púrpuras.
Rita Mae le modelaba a Suzanne. Primero, vistiendo lo que tuviera, quieta, temblorosa. Pero con el tiempo, con los halagos, y con las pinturas de su rostro que comenzaban a invadir las paredes del apartamento, aprendió que el pincel de su amiga lo atraparía todo. Así que comenzó a bailar, comenzó a bailar y a cerrar los ojos frente a la brocha y dejarse ir, y así comenzaron a caer las ropas hasta el punto que, eventualmente, comenzaban sin ellas, y Rita Mae sentía la misma pulsión del recital y bailaba, y, uy, como bailaba. Rita Mae se movía y todo alrededor de ella se caía. Podía hasta sentirlo. Podía sentir aquellas palabras que alguien le hizo pronunciar aquella noche, después del recital, vibrándole por el cuerpo, erizándole la piel, encendiéndole los nervios y los espacios secretos de todo cuerpo. Mientras bailaba, sentía que tomaba las riendas de la expansión repentina del mundo, que este se detenía a verla, que los átomos y los neutrones y las partículas y las bacterias y las células y los cabellos y los planetas todos se detenían por ella. Tal vez sí lo hacían. Tal vez, si los científicos hubieran estado pendientes, si miles de aparatos hubieran estado fijados en su dirección, habrían visto cómo la tela misma del espacio y del tiempo y de las dimensiones se estrujaba, se plegaba alrededor de aquél cuerpo danzante y allí, quizás, hasta habrían encontrado la respuestas a todo lo que ha de necesitar respuestas en este mundo.
O no. Tal vez los científicos no habrían sido capaces de captarla. Tampoco lo fue la pintura de Suzanne. Todos los bocetos, todas las reproducciones que se desperdigaban por la habitación la tenían estática. Bella, por supuesto. Extremadamente bella. Pero Rita Mae las miraba y sentía una sensación bicéfala. Por un lado, el corazón se le detenía y descubría en su rostro la misma energía que sentía al bailar. Descubría allí la materia del arte y sabía que fluía por Suzanne. Pero, al mismo tiempo, veía que su baile no dejaba rastro alguno. Que cuando la captaban moviéndose se veía extraña, rara. Estúpida, inclusive. Y, un día, sin querer hacerlo, o sin saber lo que hacía, Suzanne le interrumpió el baile y le dijo “quédate quieta”. Le dijo, “te necesito quieta”, y algo en Rita Mae Clayton se quebró, se quebró porque sintió que perdía el agarre que tenía sobre el mundo y vio cómo este se retiraba hacia la distancia a una velocidad inquietante. Y sintió que se quedaba encajada. Se dio la vuelta y a la distancia, detrás de ella, como en otra galaxia vio su pueblo y vio y sintió lo pequeño que era y se percató—un disparo, un golpe desembuchado justo al pecho—que su, ¿cómo decirle?, singularidad tenía fronteras.
Aun así, se sintió especial. Se sintió especial a través de Suzanne. Suzanne sí daba testimonio de lo maravilloso, de lo increíble, y el mundo lo notaba. El mundo amaba sus pinturas y los bocetos de Rita Mae, aquellos dobles, se movían.
Una tarde, Suzanne le dijo que tenían que ir a Nueva York. Fue allí, el día de San Valentin del ´66, en el 92Y, que Rita Mae Clayton escuchó por primera vez al viejo perro canadiense que una vida después vería con Francisco. Claro, aun en aquél entonces estaba muy lejos de ser el viejo perro. Todavía era apenas un joven poeta canadiense, y ambas se enamoraron de aquellos poemas y de aquel hombre y Suzanne Moskowitz le dijo que tenían que conocerlo y el viejo perro canadiense concluyó la noche con una canción, y la canción las distrajo, las detuvo, y allí, agarradas de mano y juntas sintieron a la vez lo que Rita Mae Clayton había sentido en la noche de su recital, y también allí ella supo que entonces no era la única, que habían otros como ella. Pero, cuando regresaron, cuando el mundo les fue devuelto, ya el canadiense había desaparecido.
La mañana siguiente Suzanne Moskowitz y Rita Mae Clayton volvieron a San Francisco, donde la primera tenia una exposición, y por ahí estuvieron ocupadas por los próximos meses. Suzanne pintaba a su musa e iba de exhibición a exhibición, y Rita Mae intentaba quedarse quieta frente al pincel, intentaba sostener sus posiciones en una inercia que le era ajena y dañina. Comenzaron a dolerle las coyunturas, pero evitó quejarse, evitó poner algún pero ante la majestuosidad de su amiga. Y un día Suzanne le dijo que se relajara, que comenzaba a sentirse cansada, que no sentía pasión por pintar y Rita Mae sintió que la insultaban, que nuevamente le arrancaban algo, y le pidió que salieran de allí, que se fueran de la ciudad, que tomaran un bus hacia algún lugar. Suzanne Moskowitz pensó que era una gran idea. Pero en vez de un camión tomaron un avión hacia Grecia, y de allí un barco hacia el golfo Sarónico, al sur de Atenas, donde se encontraba la isla de Hidra. Suzanne había escuchado que el perro canadiense tenía una casa allí, a donde se retiraba cada cierto tiempo. Estuvieron por las costas de la pequeña isla por dos meses. Se quedaron en una casa que daba al mar con otros bohemios expatriados. Por lo menos dos veces tomaron un ferry hacia la isla deshabitada de Dokos. Nunca se tropezaron con el canadiense, aunque sí con su mujer de por entonces. Poco a poco, Suzanne comenzó a pintar nuevamente. Y, mientras lo hacía, Rita Mae la observaba sentada en una roca detrás de ella, sabiendo que aun amaba a su amiga, pero que ya algo había expirado.
“Está bien”, se dijo, y no sintió ningún remordimiento. De hecho, sintió que le quitaban un peso de los hombros. Con este peso se fueron otras cosas, por supuesto. Se iba esa pasión, esa pulsión que la había llevado hasta allí.
Hay cosas que hay que saber dejar ir, le dijo Rita a Francisco tantos años después, y también se lo dijo a sí misma, en la isla griega, al mismo tiempo que comenzó a pensarse así también, “Rita” y ya no “Rita Mae”. Algunos dirán, incluyéndola a ella misma, que en aquel momento creció de verdad. Pero, a la medida que pasaron los años, especialmente después de la muerte del viejo perro canadiense, Francisco comenzó a insistirse, como si se le fuera la vida en ello, que la joven Rita no pudo haber pensado eso. Pero era difícil negarlo. Era posible que quizás ese sí fue el caso y que sí hubiera sido entonces que ella decidió cruzar a otro registro, que decidió comenzar a pensar como lo hacen los demás. Si lo hizo, si es que fue entonces, de seguro se puso de pie e interrumpió a Suzanne para plantarle un beso en los labios, uno idéntico al que le daría a Francisco, y una mano cálida sobre el hombro, como suele suceder en los desenlaces de las películas tristes.
Lo que de Rita sabe el esposo
Rita Mae Clayton no regresó de aquella isla. De hecho, dos décadas después, en su decimooctavo aniversario de bodas, cuando su esposo le ofreciera tomar un crucero por las islas griegas, Rita se le acercaría, lo abrazaría y le plantaría el mismo beso para decirle que no era necesario, que ella estaba contenta en aquél suburbio al que se habían mudado, tan silencioso como el pueblo en el que se crió.
Tal vez por este tipo de comentarios es que su esposo comenzó a pensarla como una persona muy distinta a la que era realmente. Pero la verdad era que Rita quiso que así fuera. Le gustaba cómo sonaba. Le gustaba cómo su esposo la pensaba y cómo miraba a ese espejismo que él creó. En este personaje que le tejieron, sólo había un deseo que regresaba cada equis cantidad de años. Su esposo se contentaba en poder dárselo: cada vez que el viejo perro canadiense tocaba en la ciudad, o en una ciudad cercana, él le compraba un boleto. Un solo boleto porque la primera vez ella le dijo que quería ir sola. No le compraba el boleto más caro, aunque podía. No. Ella le pedía que le comprara el más lejano, el que menos acceso visual tuviera al escenario. Y así se contentaba. Él no sabía qué experimentaba ella allí, exponiéndose a horas de canciones a voz rasposa, pero venía siempre distinta, rejuvenecida. Y así él la contentaba. La llevaba unas horas antes y las buscaba unas horas después.
Rita también le dijo todo esto a Francisco. Antes de que su marido llegara a buscarlos, le había contado—y él no había entendido por qué—cómo, una vez, años antes, cuando ella cumplió cuarenta y cinco años y ya habían perdido la esperanza de tener hijos—un rosario de abortos naturales les quebró la voluntad—, el marido le recomendó que se apuntara en unas clases de escultura o de pintura que daban en un centro comunal del área. Mucha gente de su edad participaba en estos cursillos, facilitados por artistas jóvenes de una universidad muy cercana. No tienes que saber nada de arte, añadió, como para apaciguarle la timidez y le dijo que muchos de los grandes artistas del mundo se descubrían talentosos tarde en sus vidas. Ella había sonreído, aunque esta vez sólo para sí. Recién habían llegado de cenar en un restaurante francés en Atlanta. Su esposo había hecho reservaciones con semanas de anticipación. La esperaba a las afueras del baño, desde donde ella lo escuchaba mientras se alistaba para acostarse a dormir. Rita le dijo a Francisco que, en aquel momento, en el espejo, su reflejo titubeó, y la miró a los ojos con lo que pudo haber llegado a ser una chispa, un reinicio, un anuncio de incendio forestal. Pero, la renuncia viene las más de las veces por costumbre, una vieja canción que de repente recuerdas como si la escucharas en el momento. Rita apagó la luz del baño y salió adonde su acompañante de vida. Lo besó, le dio las gracias por la oferta, e hizo como si se durmiera.
Sólo muchas decadas después, cuando el mundo del viejo perro canadiense, de Rita, y de toda la gente como ellos se hubiera hecho polvo y Francisco también hubiera encanecido, vendría a entender que todo aquello había sido una advertencia y que ya era demasiado tarde para atenderla. “Toma este anhelo”, decía la canción que había inaugurado aquel concierto, “solo toma este anhelo que se posa en mi lengua, y con él, llévate todas las cosas inútiles que mis manos han hecho”.